Miscelánea Judaica & Hebraica

La realidad judía en la historia de España y su diáspora
Introducción

–Un día, si Dios quiere, toda la tierra será Ámsterdam.

Amin Malouf, Le périple de Baldassare (2000).

Es verdaderamente curioso que esta sección se abra con un Pentateuco –en hebreo– impreso en Ámsterdam, el año 1666 [394]. El protagonista de la novela de Maalouf conversa, en septiembre del año anterior, con un joyero judío de Alepo que sueña con irse a vivir a Ámsterdam: “Me dicen que es la única ciudad del mundo en la que un hombre puede decir ‘soy judío’, como otros dicen en su país ‘soy cristiano’ o ‘soy musulmán’, sin temer por su vida, por sus bienes o por su dignidad”, a lo que Baldassare replica con la frase que he puesto como epígrafe a estas páginas.

En la segunda mitad del siglo xvii, centuria terrible (el siglo de hierro, lo llaman hoy los historiadores), la calvinista Ámsterdam era la capital europea de la coexistencia y de la tolerancia ejemplar entre distintas religiones, por lo general poco tolerantes con sus propios disidentes, donde prosperaba una numerosa comunidad judía (formada por familias sefardíes de origen portugués y español). Durante esos años, en la década de 1660 a 1670, Baruch Spinoza, expulsado de dicha comunidad, escribía en Voorburg su Ética y su Tratado Teológico-político. En 1666 Vermeer pintaba en Delft El arte de la pintura, y Rembrandt, en Ámsterdam, La novia judía. Fue, para Holanda, una pequeña edad de oro comprendida entre la Paz de Westfalia (1648), que puso fin a la Guerra de los Treinta Años, y el comienzo de la guerra contra Francia, en 1672.

Pero en el resto de Europa, por la misma época, cundían las catástrofes. No hay más que recordar, por ejemplo, la peste que se abatió sobre Londres en los años 1665 y 1666, que Daniel Defoe describiría muchos años después en su Journal of the Plague Year (1722). Por eso, no es de extrañar que se extendiera por todo el mundo cristiano, ya fuera católico, protestante u ortodoxo, una obsesión acerca del fin del mundo que, según muchos, acontecería el año 1666, cifra que combinaba dos números apocalípticos: 1000, el número del Milenio, y 666, el del Anticristo, según el Libro de la Revelación.

Pero el mundo judío ya había experimentado pocos años antes un fenómeno análogo, aunque con resultados más trágicos. Un haham de Esmirna, Shabtai Tzvi, tras autoproclamarse Mesías después de pronunciar el nombre prohibido de Dios en la sinagoga, desató, hacia mediados del siglo xvii, un movimiento milenarista que arrastró hacia Constantinopla a decenas de miles de judíos de toda la diáspora europea. Multitudes procedentes de comunidades de muchos países cristianos se concentraron en la capital otomana con la pretensión de embarcar hacia la tierra de Israel. En 1666, el Sultán puso al mesías místico ante la disyuntiva de ser decapitado o convertirse al islam, lo que Shabtai Tzvi se apresuró a hacer, alegando en su descargo que, como Mesías, estaba por encima de la ley mosaica y de cualquier otra. La desesperación que este gesto indujo en sus seguidores fue inmensa. Algunos consiguieron regresar a sus pueblos de origen, donde habían vendido o regalado todas sus posesiones antes de partir. Otros fueron asesinados por los jenízaros o vendidos como esclavos. Un grupo numeroso se convirtió al islam, como su líder. Estos y sus descendientes, que permanecieron en tierras otomanas, fueron conocidos en adelante como los dönmeh o ma’min, “conversos” (en turco), entre los que se dieron casos de criptojudaísmo semejantes a los detectados entre los anusim ibéricos. Diez años después de apostatar del judaísmo, Shabtai murió en Ulcinj (Montenegro), donde había sido confinado por la Sublime Puerta. El judaísmo europeo jamás se repuso de esta enorme desgracia, que aceleró su secularización. De modo que el Pentateuco salido del taller u oficina de David de Castro en ese año aciago de 1666 se nos muestra hoy como un documento cronológicamente fronterizo, entre la época premoderna de la Historia judía y la que estaba ya abriendo, en Ámsterdam antes que en otra parte alguna, a los vientos de la Haskalah (vale decir, de la llustración).

Las dos biblias hebreas [395 y 396] que completan este primer apartado de la sección miscelánea tienen en común su pequeño tamaño (la segunda de ellas es una biblia en miniatura, un tipo de curiosidad bibliográfica que contó con un gran favor popular en los siglos xix y xx, del que todavía queda una secuela en las ediciones miniaturizadas industriales de libros bíblicos en hebreo –sobre todo de los salmos– que se cuentan entre los souvenirs de Israel más solicitados por los turistas judíos y cristianos).

El segundo apartado de la sección se compone de libros y opúsculos en español que contienen relatos bíblicos tomados del Antiguo Testamento. Lo primero que se debe tener en cuenta es que el Antiguo Testamento cristiano no es idéntico a la Tanaj o biblia judía, aunque se parezca mucho. Por ejemplo, los libros de los Macabeos, bien representados en esta sección por una publicación española de la Viuda de Ibarra, de 1790 [403], no forman parte de la Tanaj ni de las biblias protestantes (pues se les considera, tanto por los judíos como por las iglesias evangélicas, como deuterocanónicos, es decir, no pertenecientes al canon bíblico principal).

La prohibición de la lectura de la Biblia (y en especial del Antiguo Testamento) surge, en el ámbito del catolicismo, de una doble prevención: frente al judaísmo, no tanto por el temor a que los lectores ingenuos judaizaran, como al de que, no encontrando en las páginas del Antiguo Testamento confirmación o promesa de una vida después de la muerte, pudieran desesperar; y, frente al protestantismo, porque la lectura privada de la Biblia, incluso del Nuevo Testamento, se percibía como vía fatal hacia el libre examen, según se había demostrado desde los primeros tiempos de la Reforma. Para la Iglesia Católica, la verdad revelada estaba (casi) tan íntimamente soldada a la lengua latina como para el islam a la arábiga. Todavía en 1754, el jesuita guipuzcoano Manuel de Larramendi, catedrático en Salamanca, se oponía a dejar en manos de los laicos traducciones de las Escrituras en lengua vulgar, incluso del Nuevo Testamento, frente la posición opuesta, la de los jansenistas, que representaba en su época Pasquier Quesnel.

¿Por qué vías llegaron los españoles de ambos hemisferios al conocimiento de la Historia Sagrada entre los siglos xvi y xix? Principalmente, a través del teatro, que era también la literatura de los iletrados. Las comedias religiosas preferidas por los españoles del Siglo de Oro fueron las más asimilables a la tradición clásica, pues incluso durante los períodos más barroquizantes siguió gozando de autoridad la poética aristotélica. De ahí que se recurriera preferentemente a las historias de los libros de Crónicas y Reyes, las más influidas por la tragedia griega (sobre todo, las historias del rey David y de sus hijos, Amnón, el forzador y Absalón, que se rebeló contra su padre, “tragedias hebreas”, bíblicas, que Lope [400* y 404*] y Calderón [398* y 399*] llevaron a escena convertidas en sendas comedias cristianas). La historia de la Reina de Saba como Sibila o profetisa precristiana procede de la Legenda Aurea de Jacobo de Vorágine, pero se inserta, como sibila etiópica, en el cuadro o conjunto de sibilas paganas cristianizadas (recuérdese el Auto de la Sibila Casandra, de Gil Vicente). En cuanto a la comedia famosa El Arca de Noé [397*], recuérdese asimismo la popularidad de la historia de Noé en el folklore español (incluso hoy, los Gigantes de las fiestas en muchas de nuestras ciudades representan a los hijos de aquél, Sem, Cam y Jafet, con sus respectivas esposas).

Otra vía de divulgación popular de las historias veterotestamentarias fueron los pliegos de cordel, como lo atestigua la colección encuadernada, recogida en este apartado, de trece pliegos editados por Manuel Martín [401], el más importante impresor de literatura popular en el Madrid de finales del siglo xviii. Junto a los cuatro pliegos hagiográficos cristianos incluidos en esta colección, los nueve de historias del Antiguo Testamento atestiguan la gran demanda de historias hebreas por los estamentos plebeyos urbanos, discretamente alfabetizados. Ediciones como la del Libro de Tobías, por Ulloa [402*], y la de los dos primeros libros de los Macabeos, por la Viuda de Ibarra [403] se destinaban a lectores de alta posición social.

Pero la pieza más interesante de este segundo grupo, desde el punto de vista de la historia cultural, es, al menos a mi juicio, el libro de Joaquín Lorenzo de Villanueva, De la lección de la Sagrada Escritura en lenguas vulgares (Valencia, 1791) [405*], que contiene una defensa firme del levantamiento por el Papa de la prohibición de la lectura directa de la Biblia en lengua vulgar a los laicos. Como se añade en su reseña, el sacerdote católico, inquisidor, ilustrado y liberal, Joaquín Lorenzo de Villanueva fue autor también de unas cartas en las que rebatía los ataques a la Inquisición española del célebre abate Grégoire, gran figura de la Convención que propugnó la unidad lingüística de la República Francesa y la emancipación política de los judíos del Hexágono.

Si la mayor parte de los textos del apartado anterior son de carácter narrativo, destinados a la divulgación de las historias del Antiguo Testamento entre lectores populares o semicultos (en todo caso no especializados), los incluidos en el tercer apartado se inscriben en la categoría de la exégesis bíblica especializada o de la glosa política de los textos bíblicos, siempre desde un punto de vista cristiano. El comentario del Libro de los Jueces de Benito Arias Montano, una edición quinientista tardía publicada por los herederos de Plantino, el gran editor de Amberes [406], es, sin duda, una de las joyas bibliográficas indiscutibles de esta selección. La Historia del Antiguo Testamento, en francés, de Richard Simon [407] representa el origen mismo de la crítica bíblica racionalista, que desautorizó la cronología tradicional, basada en una lectura literal del texto canónico. La versión española de Costumbres de los israelitas, del abate Fleury [408], cisterciense, confesor de Luis XV y autor de una Historia de la Iglesia y de un Catecismo que alcanzaron un gran número de ediciones en los siglos xviii y xix, fue asimismo una obra fundamental en la educación de los jóvenes de la nobleza tanto en Francia como en España. Los tratados histórico-políticos del Marqués de San Felipe [409] y de José Rigual [410] tuvieron asimismo una función pedagógica. No así el Moisés considerado como legislador y moralista, del Marqués de Pastoret [411], que, en la línea de Bossuet, sostiene que Moisés no desafió el poder del Faraón y lo pone como ejemplo de sumisión al soberano legítimo. Durante el período revolucionario en Francia (1789-1815), fue uno de los libros canónicos de la Contrarrevolución.

El apartado cuarto reúne diversas gramáticas y tratados sobre la lengua hebrea. Como en el anterior, el más valioso de los ejemplares en él contenidos es el primero, De rudimentis hebraicis, de Johann Reuchlin, publicado en Pforzheim en 1506 [412]. Reuchlin (1455-1522) fue un humanista de gran prestigio, aunque hoy sea solamente recordado como autor de las Epistolae Obscurorum Virorum. Aprendió hebreo y cristianizó la cábala con la finalidad de convertir a los judíos de Alemania. El converso Alfonso de Zamora fue catedrático de Hebreo y Arameo en Alcalá, donde en 1526 se imprimieron su Introductiones Artis Grammatice Hebraice [413]. En 1515 y también en Alcalá de Henares, Elio Antonio de Nebrija hizo imprimir su opúsculo De litteris hebraicis, que se incluyó después en sus Introductiones in latinam grammaticen, publicadas en Granada, en 1552, por sus hijos impresores, Sebastián y Sancho [415]. Las Institutiones in linguam sanctam, de Martín Martínez de Cantalapiedra vieron la luz en París, en 1548 [414*]. Su autor, uno de los grandes hebraístas de la Universidad de Salamanca, fue acusado de judaizante por los malsines del claustro y, como sus colegas Fray Luis de León y Gaspar de Grajal, fue encarcelado por la Inquisición durante bastantes años. Las Alabanzas de las lenguas hebrea, griega, latina, castellana y valenciana, de Martín de Viciana (1574) son un buen exponente de la mentalidad glotocéntrica del Renacimiento español, que se esforzó en reconstruir sobre el fundamento de la lengua (o de las lenguas) las identidades tradicionales. Con Viciana asoma el particularismo valenciano en vísperas de ese año crucial de 1580 en el que Ortega y Gasset situaba el comienzo del ciclo de desagregación de España. Su publicación en 1877 [421*], apenas concluida la tercera guerra carlista, constituye un indicio claro de la consolidación de un regionalismo político de base cultural.

El epítome del Thesaurus hebreo, de Pagnini, publicado por Plantino en 1570 [416] (a partir de la edición lionesa de 1529) atestigua la importancia de este diccionario en el hebraísmo renacentista. Algo parecido se puede decir, para el xviii, de la gramática hebrea y aramea (caldaica) de Pierre Guarin (1724 a 1726), refundida en español por Salvador Verneda y Vila [417]. La disertación de Juan de Arrieta y Bravo [418*] y el Análisis filosófico de Antonio María García Blanco [419] suponen sendas derivaciones del sistema establecido por el arcediano de Tortosa, Francisco Orchell (1762-1825), que aplicó al hebreo el modelo del triángulo vocálico (fue contemporáneo del vizcaíno Pablo Pedro de Astarloa –1752-1806–, que hizo algo semejante para el vasco, siguiendo las pautas del “análisis filosófico” desarrollado en Francia por el celtómano Antoine Court de Gébelin). El apartado se cierra con el discurso de ingreso en la Real Academia Española de Severo Catalina del Amo (1865), acerca de la influencia en el castellano de las lenguas semíticas [420*], siguiendo el nuevo paradigma comparatista que, desde comienzos del siglo xix oponía aquellas a la amplia familia de las lenguas indoeuropeas.

El quinto apartado, dedicado al helenismo judío, comprende diversas ediciones de obras de Flavio Josefo y de Filón de Alejandría. Entre las del primero (tres del quinientos, dos del seiscientos y dos dieciochescas), destaca la de Colonia (1534) de las Antigüedades Judías [423], en latín, que incluye cotejos con las cronologías de los falsos Beroso, Manetón y Metástenes, invenciones del dominico genovés Giovani Nanni, Annio de Viterbo, en sus Commentaria super opera diversorum auctorum de antiquitatibus loquentium (centón de falsificaciones  publicado en 1498, en la Roma de Alejandro VI, a expensas del embajador español, Garcilaso de la Vega, y llamado a tener un éxito duradero en la historiografía europea de los siglos xvi y xvii). De las tres ediciones de Filón, merecen especial atención las dos españolas del xviii [428* y 429*], publicadas en las vísperas de la Revolución Francesa, con una evidente intencionalidad política.

Finalmente, el sexto apartado de la miscelánea consiste, a su vez, en una pequeña miscelánea de curiosidades que contiene, en primer lugar, la primera edición española del folletón antijesúitico El judío errante, del turbulento Eugène Sue, publicada en Madrid, en ocho tomos (1844-1845) [432], edición estrictamente simultánea de la primera francesa. Tras ella, las primeras ediciones, también en español, del Nathán el sabio, de Lessing, posterior ésta en más de un siglo a la edición original alemana [433*], y del manifiesto de Émile Zola –J’accuse…!– en defensa del capitán Alfred Dreyfus, aparecido en el diario parisino L´Aurore, el 13 de enero de 1898 (la edición española es de ese mismo año [434*]). Y, a continuación de la edición alemana de una versión abreviada del Quijote en hebreo, debida al gran poeta israelí Hayim Nahman Bialik [435*], el apartado se cierra con la Enciclopedia Judaica Castellana, en diez tomos, (Ciudad de México, 1948-1951) [436]. Así como la sección entera comenzaba con un libro de 1666, año de la gran catástrofe en que terminó el movimiento mesiánico suscitado por Shabtai Tzvi, se cierra con una tentativa temprana de recopilar, desde la América de lengua española, una memoria cultural que los nazis habían conseguido erradicar de Europa a través de las chimeneas de los crematorios.

Jon Juaristi
Catedrático de Literatura Española
Universidad de Alcalá de Henares

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