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Las tres últimas





Presentación

Instrucción de la Inquisición de Sevilla

La Inquisición, sin duda, imprimió carácter al largo periodo de la Historia de España que transcurre entre 1478 y 1834. Su huella se detecta, aún hoy, por ejemplo, en el uso frecuente de palabras como “inquisitivo” o “inquisitorial”, que suelen pronunciarse con un significado de intolerancia hacia las ideas, creencias o prácticas de los demás.

Sin embargo, el término “inquisición”, originalmente tuvo mucho más que ver con ciertas características de determinado proceso penal que se desarrolló durante la Baja Edad Media. Tales características eran la acción indagatoria, cuidadosa y metódica, por parte del juez, cuya finalidad era averiguar la verdad. De esta forma, años después, Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana (1611), aseveró que la voz “inquirir” tenía el significado de “buscar, pesquisar, preguntar, hacer diligencia para saber la verdad de algún hecho”, siendo “la pesquisa por excelencia” la que hacía el “Santo Tribunal de la Fe”, del que los inquisidores eran sus “integérrimos jueces”. Y algo de ello debía saber el autor de este primer diccionario monolingüe de la lengua castellana, pues era consultor del Santo Oficio.

En efecto, frente al anterior proceso criminal, basado en la acusación, defensa y prueba de los hechos practicada ante el juez por las partes, en el que el acusador corría incluso el riesgo de ser condenado, si no lograba demostrar la culpabilidad de aquel al que acusaba, se desarrolló durante los últimos siglos medievales el procedimiento judicial inquisitivo, en el que el juez no sólo daba su sentencia, sino que, previamente, había investigado los delitos, capturado a los culpables, e instruido las causas. Modelo de proceso penal cuyos fundamentos se extendieron por toda Europa, no sólo en la jurisdicción eclesiástica, sino también en las seculares, como consecuencia de la difusión del “Derecho común”, cultura jurídica que se enseñaba en las Universidades y que tenía un carácter dual, pues enlazaba el ordenamiento legal de las monarquías con el de la Iglesia, en lo que se denominó utrumque ius.

La difusión de este procedimiento judicial tuvo un desarrollo importante desde finales del siglo XII, tras el nombramiento por el papa de algunos jueces inquisidores, con la finalidad de que reprimieran la práctica de determinadas herejías, que habían desbordado la limitada jurisdicción territorial de los obispos. Prácticas heréticas –sobre todo las de los cátaros y albigenses- que perturbaron gravemente el gran valor religioso y político de la unidad católica de Europa.

En España, este tipo de inquisición únicamente tuvo presencia en la Corona de Aragón, pero fue desconocido en Castilla. Sin embargo, el 1 de noviembre de 1478, el papa Sixto IV concedió una bula a los Reyes Católicos, autorizándoles a nombrar inquisidores que persiguieran a los falsos conversos procedentes del judaísmo. Texto que puede considerarse el origen de la Inquisición española, pues dio lugar a los pocos años a la constitución del Consejo de la Suprema y General Inquisición.

Este Consejo, como tribunal superior del Santo Oficio hispano, estaba presidido por el Inquisidor General, personaje nombrado a petición del rey por el papa, de quien recibía una jurisdicción extraordinaria, y habitualmente también desempeñó un papel político destacado dentro de la administración de la Monarquía. De dicho Consejo dependía una amplia red de tribunales de distrito, dirigidos habitualmente por dos inquisidores, aspirándose inicialmente a que uno fuera jurista y el otro teólogo.

En cuanto a la jurisdicción geográfica de esta Inquisición, se extendió desde Castilla a la mayor parte de los dominios de la Monarquía española; y por lo que se refiere a los delitos de su competencia, estos dejaron de ser exclusivamente los de falsa conversión de judíos y musulmanes, así como el luteranismo, ampliándose progresivamente a otro tipo de delitos, tales como la bigamia, los delitos sexuales, supersticiones y blasfemias, pues se entendía que tales conductas podían entrañar una interpretación deformada, y posiblemente herética, del dogma y doctrina de la Iglesia.

En dicho sentido, cualquier pensamiento disidente, podía constituir un delito de herejía, algo excepcionalmente grave, por tener tal delito el carácter de “crimen de lesa majestad divina y humana”; es decir: contra la ley de Dios y la de los hombres. Sobre todo, si semejantes creencias se compartían en grupos, “sectas” o “conventículos”.

También se ocupó la Inquisición española de la censura literaria y del control de los libros impresos en el extranjero, pero no debe confundirse esta censura con la que practicaban las autoridades temporales con carácter previo a la publicación de los libros. Por ello es aún más interesante comprobar cómo durante el zenit del poder inquisitorial se produjo la hegemonía universal hispánica y, en aparente contradicción con lo opresivo de su actividad, también se desarrolló uno de los fenómenos más destacables de la cultura universal, como fue el “Siglo de oro” de las letras y del pensamiento españoles.

Relación, Madrid, 1723

Semejante contradicción entre la eficiente censura inquisitorial y la imprescindible libertad que requiere toda creación intelectual o artística constituye sin duda un fenómeno digno de estudio y reflexión.

Bajo tales planteamientos, la Inquisición, como institución judicial mixta, eclesiástica y política, no sólo aspiró a controlar los actos y las manifestaciones escritas y verbales que pudieran ser constitutivas de delito de herejía, sino también las mismas conciencias individuales. Lo que hacía en aras de la salvación del alma del posible hereje, o mero heterodoxo, pero también en beneficio de la salud moral y política de la sociedad.

Sin duda se trata de un fenómeno inexplicable desde nuestra mentalidad occidental de hoy, pero la realidad es que fue aceptado por la práctica totalidad de las sociedades políticas europeas del Antiguo Régimen. Por ello, sin tener el más mínimo interés en activar leyendas negras o leyendas rosas sobre aquel modo de intolerancia, creo que la Inquisición española no fue ni más cruel ni más sanguinaria que las de otros países, católicos o protestantes.

Además, está demostrado, que sus procedimientos, en términos comparativos con los de otras jurisdicciones, fueron bastante garantistas, en tanto que los modos de tormento que practicó -el “potro”-, eran más psicológicos que cruentos. Incluso, el número de sus sentencias capitales fue relativamente escaso, sobre todo si lo comparamos con las ejecuciones en la hoguera de miles de mujeres por toda Europa en los mismos años. Lo que sí es cierto es que la Inquisición española funcionó mejor y con más eficacia que las demás inquisiciones europeas.

Otro aspecto destacable de la acción inquisitorial fue el secreto en el que se desenvolvió todo lo relacionado con las actuaciones del Santo Oficio. La propia Inquisición aseveró, según ha recogido Eduardo Galván, que en el secreto se encontraba todo su poder y autoridad..., pues cuanto más secretas son las materias que en él se tratan, son tenidas por sagradas y estimadas de las personas que de ellas no tienen noticia.

Así, una carta acordada del Consejo de la Suprema, de 1607, imponía el secreto en los siguientes términos: […] que la observancia del dicho secreto, demás de las cosas de la fe o en qualquiera manera dependientes de ella sea y se entienda a sí mismo de los votos, órdenes, determinaciones, cartas del Consejo en todas partes y materias sin dar noticia de ellas a las partes ni a personas fuera del secreto. Y en otra carta de la misma Suprema, de 1647, se estableció que los impresores no imprimieran papel alguno en hechos, o en derechos, sobre causas o negocios de fe o dependientes, a favor o en contra del reo, ni sobre otro negocio que toque al Santo Oficio, sin que tuvieran expresa licencia del inquisidor general o del Consejo, bajo pena de excomunión y de la estimable cantidad de cien ducados de multa.

Incluso las llamadas Instrucciones, que eran las normas fundamentales reguladoras de las actuaciones de la Inquisición, también estaban incluidas en esta política de “secreto”, lo cual hacía que careciesen de una de las notas esenciales de cualquier norma jurídica: la publicidad.

Es verdad que se consideró conveniente imprimirlas para su mejor difusión y uso interno, como se puede comprobar a través de varios documentos presentados en esta exposición, pero, como se ha indicado, quedaron rigurosamente limitadas a su conocimiento y empleo por los tribunales del Santo Oficio.

Experimentados inquisidores redactaron detallados manuales de práctica procesal, que han sido objeto de anteriores exposiciones organizadas por la Bibliotheca Sefarad, pero esta modalidad de conocimiento del “estilo” o métodos del procedimiento inquisitorial, también quedó estrictamente limitado a los jueces y demás oficiales que juraban secreto.

Henry C. Lea narra una anécdota que deja constancia de hasta qué extremo se llegó en la defensa de este secreto inquisitorial. Al parecer, poco después de la aprobación de las Instrucciones de 1561, un conocido jurista de la época tuvo la audacia de pedir una copia de las mismas. Entonces, el fiscal, al que se trasladó la solicitud de este letrado, declaró que acceder a tal demanda no tenía precedentes. También argumentó que las partes no podían hacer averiguaciones acerca de los métodos del tribunal, pues las Instrucciones se habían aprobado exclusivamente para guiarse ellos mismos, en tanto que los demás sólo podían llegar a conocerlas por su aplicación procesal. Concluía este riguroso fiscal con la consideración de que, si las Instrucciones inquisitoriales llegaran a ser de conocimiento público, personas mal intencionadas podrían discutir si el “estilo” de la Inquisición era bueno o malo.

Alegación de Pedro Romo de Ortega

Tales consideraciones permiten destacar no sólo el interés, sino también la utilidad de los documentos que integran esta exposición. Es cierto que la normativa y documentación inquisitorial perdió su carácter secreto hace dos siglos. Sin embargo, su aplicación y desarrollo por la Suprema, a través de la abundante y bien seleccionado elenco documental de esta muestra, ofrece una visión novedosa y original. Particularmente en lo que se refiere a los numerosos relatos sobre los autos de fe que se exhiben, bastante representativos de la actividad inquisitorial, particularmente en lo que se refiere al siglo XVIII. Un siglo sin duda más próximo, pero puede que menos conocido o, al menos, menos tratado por los estudiosos de esta institución.

Tan sólo me resta hacer una última reflexión. Es cierto que el conocimiento de la Historia tiene una enorme utilidad social, pues a través de ella puede apreciarse lo mucho que hemos avanzado en el reconocimiento de la dignidad humana, como también nos apercibe de los riesgos de caer en errores del pasado y nos muestra el largo camino de perfección que aún queda por recorrer. No en vano, un personaje, que posiblemente estuviera rematadamente cuerdo y cuyo ingenio también estuvo bajo la mirada inquisitorial, nos dejó dicho que la historia es: émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir. (Primera parte, cap. IX)

Por ello, querido visitante de la exposición y posible lector de estas líneas, te pido que reflexiones también sobre un breve pasaje del conocido artículo El Día de Difuntos de 1836, de Mariano José de Larra, contemporáneo de los últimos estertores de la Inquisición española. En dicho artículo, nuestro Fígaro, con lenguaje metafórico, describe cómo contemplaba distintas tumbas del cementerio, y al descubrir el epitafio de una de ellas, afirma: Más allá: ¡Santo Dios! «Aquí yace la Inquisición, hija de la fe y del fanatismo: murió de vejez». Con todo, anduve buscando alguna nota de resurrección: o todavía no la habían puesto, o no se debía de poner nunca.

Amen.

Juan Carlos Domínguez Nafría, De la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación